jueves, 2 de abril de 2009

Reproches- Parte 2 (y última) de Muerte y Resurrección

Entonces el portador de dos Magnums se despertó de sopetón al mediodía. La puerta estaba abierta y no había nadie durmiendo: rápidamente se vistió y bajó las escaleras. Hisham, el palestino loco estaba cortando con un hacha uno de los árboles de la periferia de edificio. A pesar de que el día podía calificarse de helado, el tipo no iba vestido más que con una ridícula camiseta sin mangas agrisada por la suciedad, unos jeans y unas sandalias. Al acabar la faena el argentino le ayudó a transportar los trozos del tronco derribado. Según Hisham el “budista” había desaparecido, pero antes le había dejado dicho que lo esperaría en la estación de tren. Oscar, al terminar con la carga de la madera, volvió a la habitación llena de paquetes de tabaco robados por Hisham uno de los días de la invasión con su famosa AK-47. Allí se llenó los bolsillos de tabaco, como la boca de comida en la cocina. Saqueó toda la munición que pudo ante el impávido Hisham y se despidió. Éste le impidió el paso unos metros más adelante.

-¿A dónde vas con todo eso?- le indagó algo enfadado y con los brazos cruzados.

-Debo ir a la estación de tren, para luego dirigirme a Barcelona-.

-No te vayas argentino, por favor. Anda quédate, no te vayas- le suplicó a Oscar el palestino con cara de pena.

De nada sirvió, en unos minutos Hisham armó una fogata y comenzó su último almuerzo al tiempo que el pistolero se dirigía a la estación un tanto preocupado. A éstas horas las patrullas eran frecuentes. Las Magnum estaba cargada pero… ¿cuántas patrullas habría por allí? Cuatro, tal vez más, y probablemente combatiendo con la armada. Esos eran serios problemas…

* * *

Hisham vivía cómodo. Su vida estaba protegida por esa arma comprada a un contrabandista y las ingentes cantidades de comida enlatada robada. No era un sitio que llamase la atención de nadie, así que nunca había tenido problemas más que con un par o tres de bichos de esos que no dudó en aniquilar a sangre fría en su momento.

Pero ese día era la toma de Cerdanyola. Oyó a los bichos. Cientos… Y apagó rápidamente la fogata. Le habían visto y ya estaban por forzar la puerta principal del edificio. Sacó su AK-47 y se dispuso a disparar dos de sus tres cartuchos como tiro al blanco ante la ingente masa amorfa que conformaban los Megsas. Mató unos cuantos de los sitios más cercanos a su balcón, pero algunos que habían penetrado al interior del inmueble ya estaban subiendo por las escaleras.

Debía sobrevivir. Era un superviviente. Un cartucho significaba 30 balas y luego tenía el hacha… ¿cuántos serían?

Comenzaron a golpear su puerta, podía sentir el crujir de sus armaduras con el acero de las espadas. Consiguieron romperla al cabo de un minuto y él abrió fuego a discreción. Mató unos ocho, desechó su arma sin munición y luego se lanzó contra tres de ellos con su hacha. Murió apuñalado por los tres a la vez y luego fue devorado sin piedad.

* * *

Le quedaba cruzar el puente y dos calles más abajo estaba su destino. Una docena de monstruos estaban asentados allí comiendo conejos que habían repoblado el panorama antes humano. Doce balas, doce cabezas…

El primero cayó a dos metros de él, y los demás muchos más lejos. Cada flash luminoso impactaba en el cerebro o el pecho de sus adversarios. No derrochó ni una sola bala y comenzó a recargar sus pistolas en cuanto cayó el último. Los había matado a todos. Encontró a dos soldados rasos engangrenados en el suelo. Les habían devorado los órganos internos. Más allá no se dignó en dirigirle mirada alguna a su última casa y llegó a la estación.

En la escalera de la estación de tren mientras subía enfundó ambas y se encendió un pitillo. Un Megsa se le abalanzó desde la oscuridad y el resonar de una potente espada ensordeció aquel momento. El monje había partido por la mitad al Gremlin antes de que éste pudiera tocarlo.

Sacándose el cigarrillo de la boca Oscar gritó – ¿¡quieres un premio o te contentas con nada!?-.

-Nada me parece adecuado- dijo el budista azulado.

-Vámonos, pero antes de entrar explícame un poco el rollo éste de tu orden-.

-Como gustes-. Ambos estaban ya a dos metros frente al portal amarillento que se había hecho visible al mediodía según el monje. Era bastante admirable… la puerta a Barcelona y también el Monje. Era el segundo más fuerte de su orden un “2,8” en toda regla según él. Hablaba sobre ciclos de transición espiritual cíclicos que se dan en el universo y en el hombre. Doctrinas elementales que exploraban la intuición y el control de los elementos que podía ejercer la razón sin necesidad de valerse ésta de ciencia alguna (más que la del alma). Todo se confundía y enlazaba de forma extraña en el universo del monje: desde drogas visionarias en enormes dosis mortales que despertaban el animal oculto de uno mismo y le dotaban nuevamente del don de la vida, hasta poderes especiales, reinos fantásticos y descripciones detalladas del funcionamiento del universo. Y los Gremlins, claro está.

-Háblame sobre los portales-.

-Son producto de experimentos alienígenos. Pensábamos que eran causados de forma natural o por alguna entidad desconocida. Sin embargo nunca hubiésemos sospechado que podía tratarse de entidades de otro universo que jugaban con el espacio – tiempo.

-¿Un error de cálculo hizo colapsar el universo?-.

El monje se dio inmediatamente la vuelta. Algo ocurría... Una extraña silueta se dibujaba al fondo, donde comenzaban las escaleras…

Una voz desconocida, seguida de unos aplausos que marcaban un compás macabro, los dejó gélidos a ambos: -¿Ya terminó la lección de matemáticas sobre los portales dimensionales?- preguntó aquel rumor con desprecio, eclipsando la RENFE de Cerdanyola.

“El Budista” y el porteño tuvieron un escalofrío al unísono…

…y Oscar avistó el horror de sus pesadillas en una milésima de nada.

Ante ellos una gabardina de piel oscura, idéntica en cuanto al largo a la del pistolero, y una cara “clavada” al mismo. No era semejante…

…era un clon idéntico al forajido sureño.

En una millonésima de segundo, antes de que pudiese desenfundar y darse cuenta de lo que ocurría, el extraño estaba delante de él haciendo salir despedido al monje, como si un coche hubiese colisionado contra él, de un tremendo puñetazo en la boca del estómago.

-Dame la piedra – le dijo a Oscar como nunca nadie hubiese hecho n imaginado si quiera: pegado a su oreja con una suavidad espeluznante.

Ante el asombro de los dos análogos, “el fraile” se desplazó a una velocidad exorbitante tratando vanamente de golpear al peregrino exótico, que cruzó los brazos delante de su cara para parar la fuerza de aquel choque colosal, y que por inercia cayó de rodillas unos metros atrás ante el impulso de aquella ostia en toda regla.

-Creo que hemos empezado con el pie izquierdo, me llamo Alejandro ¿Cuál es vuestro nombre caballeros?- dijo poniéndose de pie totalmente despreocupado el desconocido. No, no estaba flipando. Aquel tipo era un gemelo suyo, homónimo en todos los aspectos sin duda: no tan sólo eran inconfundiblemente iguales físicamente sino que también se comportaban con la misma ironía y chulería. Y tampoco alucinaba el saber con seguridad que estaba hablando en Abrehemeo y que le entendía a la perfección (no tardando más de diez reflexiones estupefacto de pie para darse cuenta de que “Amatista” le estaba traduciendo el diálogo).

-No tengo por qué presentarme ante una persona que no tardará en morir- replicó el acompañante del porteño.

-¡Qué desconsiderado!- “increíble” se sorprendió Oscar indagando porque había cavilado el mismo adjetivo y quedándose de piedra ante un guiño de Alejandro.

El Monje no estaba para bromas. De debajo de una de las mantas grisáceas (azuladas según un Oscar cada vez más daltónico) que cubrían su cuerpo sacó una espada con la que trató de partir por la mitad a su objetivo Éste a la velocidad del rayo desenvainó la suya, de un violáceo cegador, con la que detuvo en horizontal el corte en seco. La violencia era tal que las zapatillas del supuesto “malhechor” destrozaron el suelo y se hundieron levemente en él. Rió. Carcajeó con una sonrisa descomunal y exagerada y puso su mano en la frente del “beato-lunático”. Ésta se iluminó del mismo color que su espada y seguidamente impetuosos rayos golpearon en todo el cuerpo al aliado del argentino estampándolo contra una pared en la que plasmó su silueta.

Oscar no entendía como el cuerpo de su amigo podía resistir aquellos embistes tan exagerados, aunque supuso que al ser un ente más cíclico podría ocurrir que la morfología que de su organismo hubiese sufrido en su momento una metamorfosis y se hubiera reforzado de manera asombrosa.

Sin que Oscar pudiese atisbar ni imaginarse siquiera cómo podía desplazarse con tanta rapidez, Alejandro, estaba nuevamente al lado suyo, y sin darle tiempo a moverse, le metió la mano en el bolsillo donde guardaba la gema.

El pistolero miró a los ojos a su adversario. Éste le sonrió y le quitó la joya de su bolsillo, pero en cuanto se paró a admirarla su mano se tornó roja y la dejó caer súbitamente aullando insultos en español. Se había quemado. Amatista se resistía a caer en sus garras. La piedra rodó por una losa y Oscar la cogió rápidamente para poder guardarla de nuevo.

El monje interrumpió los agravios al viento de su enemigo atacándole con su filosa hoja.

-¡No me molestes pedazo de mierda!- le gritó su oponente en un latino que le fue familiar al “Clint Eastwood” de la escena.

Los cruces peligrosísimos y las estocadas entre ambos aceros se sucedían una tras otra. Su compañero atacaba sin compasión a su contrincante. Ambos se debían desplazar por lo menos, desde la perspectiva del argentino, a cien kilómetros por hora pues el terrestre sólo podía entreverlos en cada choque de tizonas. Sin embargo algo no olía bien allí. Parecía como si su nuevo camarada intentase acabar rápidamente con su antítesis. Presionaba a Alejandro lo más rápido que podía y sin embargo, las fuerzas de éste no habían sido mermadas en lo absoluto. No sólo sus poderíos no minaban sino que parecía estar disfrutando del combate. Tal vez estuviese desesperado por ganar una batalla en la que cualquiera podría haber apreciado la diferencia de nivel entre los dos.

La pugna por la victoria cesó y después de unos instantes de tensión se reanudó con un fucilazo púrpura disparado con el dedo índice de la mano derecha del guerrero del largo traje negro. “El Buda” consiguió desviarlo con dificultad contra un muro que se ahuecó al recibir el aquel latigazo. Cuando “el místico” creyó integrarse de nuevo al combate, Alejandro pasó a una celeridad extraordinaria por su izquierda, al tiempo en que abatía al monje con un estallido de múltiples matices en su pecho.

Desesperado, descargó su revolver infructuosamente intentado que sus balas adivinaran la trayectoria de su contendiente. Su antagonista depositó los proyectiles que habían intentado cazarle en su bolsillo izquierdo. Volvió a susurrarle- Oscar, no te hagas “la” difícil y entrégame a Amatista-.

-¡Jamás!- berreó al tiempo que intentaba mantenerla consigo tapando la faltriquera en donde la tenía.

La cara de su gemelo cambió briosamente –muy bien- decretó y para su sorpresa, no le atacó.

No sentía impotencia, más bien tenía la sensación de estar flotando. Unos pequeños hilos eléctricos de un celeste precioso le recorrían todo el cuerpo al tiempo que se adueñaban de la gema. No le dañaban, no le eran hostiles. Seducían su ser y lo surcaban con un afecto encantador. Ninguna mujer podría nunca igualar aquella bella potencia tentadora que se hendía por debajo de su piel y su coraza mental mientras le despojaba delicadamente de Amatista. Todo lo que alguna vez viró en torno a su psiquis era diferente, exquisito…

…el mundo parecía rendirle homenaje a su existencia en un orgasmo cósmico. Cuando la piedra comenzó a tornarse azulina cual las centellas que lo aprisionaban con su consentimiento, una fulgurante explosión cósmica multicolor hizo que nuevamente Amatista cayera en las manos todavía endulzadas de Oscar. Una voz plausiblemente calma exclamó en Abrehemeo: -Remonta el vuelo… ¡Águila cenicienta!-. Y la neblina que se había levantado ante un esplendoroso vigor se disipó.

Reapareció el monje con un aspecto completamente diferente al anterior: si bien su físico se había tonificado notablemente, el aspecto más extraño y excitante para el argentino fue la nueva armadura que resguardaba su cuerpo de una forma mística, como si la misma tuviese vida propia: guanteletes robustos de marfil escudaban los brazos de su compañero de ruta al tiempo que unas férreas grebas plomizas revestían protectoras cual metal pesado sus piernas. El último aspecto en el que reparó el argentino fue unas preciosas hombreras teñidas de cobre (color champagne) que embriagaban la mirada y le daban a este armazón un acabado perfecto. Tenía el torso al descubierto y el resto de su ser abrigado por su túnica grisácea ahora muchísimo más encandilante. Oscar seguía padeciendo la distorsión óptica y veía la capa azulada.

Con una cara que calumniaba por estar “burlescamente maravillada” Alejandro se concentró en lo que parecía para él un nuevo desafío a aplastar.

-Onore, segundo al mando de las fuerzas divinas del Imperio Libertad- se presentó, ahora sí, el “budista” en plena forma.

-Vaya, vaya, vaya… esto se vuelve interesantísimo- ridiculizó el aún confiado “clon de la cazadora de cuero larga”.

El monje no vaciló ni un minuto y desenvainó su espada atacando a su oponente de frente, a una celeridad incognoscible para su compañero Oscar. Al disiparse la bruma que había originado dicha rapidez el porteño entrevió a su antítesis un tanto asustada habiendo detenido justo a tiempo el embiste con su espada.

Los arremetimientos desgarradores se sucedían a un vértigo brutal. Sin embargo podía sentir los gemidos de agitación y agotamiento progresivo por parte de su gemelo. Repentinamente, se detuvieron a 4 metros de distancia el uno del otro y Alejandro intentando no flaquear lanzó con su mano derecha un rayo violáceo demoledor. El monje no intentó siquiera esquivarlo sino que respondió con otro fucilazo gris. Ambos resplandores impactaron y sorpresivamente Alejandro cesó siendo éste el que tuvo que apartarse para no recibir un bombazo en forma de relámpago que por su violenta potencia le hubiese liquidado sin más.

El monje emprendió otro ataque frontal y, jadeante, Alejandro también. Lo que el pistolero presenció le dejó atontado: el tiempo parecía pararse y seguir en un zarandeo dilatado: parecía a los ojos del muchacho como si varias copias temporales de ambos contrincantes se atacaran a la vez. Concluyó que lo que estaba ocurriendo era que se movían tan rápido que rompían varias dimensiones espaciales y daba el efecto como si se lanzaran y sucedieran miles de cintarazos a la vez.

Cuando se finiquitaron estos acometimientos paranormales el panorama era ya alentador: su compañero estaba intacto a pesar de que podía apreciarse una hendidura pequeña en uno de sus guanteletes (lo que le hizo conjeturar a Oscar que lo había utilizado para defenderse de una sorpresiva estocada de su enemigo que no le dio tiempo a parar con su acero).

Lo que captó su total atención fue ver que la hoja del arma de su colega estaba cubierta de sangre lo que le hizo desviar la vista hacia su semejante material. Contempló una imagen que le dejó sin palabras…

…sostenía el peso de su cuerpo sobre su espada que estaba clavada en el piso, de rodillas, con la mirada en el suelo. Estaba llorando. Su sangre se vertía sobre las baldosas y provenía de su cara.

-Mierda, mierda, mierda- se lamentaba el enemigo en español –¡eres un hijo de puta! – gritó cabizbajo con un rencor oculto feroz e incognoscible, pero que residía en él seguramente desde hacía ya mucho tiempo.

-No te confíes- le gritó sorpresivamente Amatista a su “dueño”- tengo un mal presentimiento.

-Esto se ha acabado- sentenció el monje y se dispuso a finalizar la pelea. Se acercó lentamente hacia su contendiente colocándose a su lado y levantó con ambas manos su espada para cortarle la cabeza. Se detuvo. Alejandro fijó súbitamente su mirada en los ojos impávidos de su atacante. Sonrió y Oscar se espantó notablemente. El corte que había alcanzado al adversario de su camarada le había atravesado de mejilla a mejilla, quedándosele algo parecido a lo que el argentino entendía como “la sonrisa del payaso”. Su antagonista comenzó a gritar abriendo la boca tan exageradamente que no podía dudar que la piel ya se le empezaba a desgarrar hasta el pómulo mismo. El sureño pudo comprobar que el monje se había quedado estático como si una fuerza externa invisible le hubiese inmovilizado. El cielo empezó a nublarse y una centella nacida de la nada impactó sobre el pecho del guerrero que estaba de pie haciéndole salir despedido impetuosamente mucho más allá de su antípoda y aporrarse varias veces contra la superficie hasta poder con dificultades frenarse con un brinco típico de las artes marciales.

-Atrás- le ordenó al porteño.

Mientras se torturaba con aquel grito desgarrador Alejandro metió sus manos en cada faltriquera de su chaqueta y sacó de cada una de ellas unas gemas de aspecto romboide transparente. Cada una brillaba a tal punto que cegaban al “Clint Eastwood” sureño, aunque no parecía que pasara lo mismo con su amigo. Un grito gutural mezclado con lágrimas y sangre hizo al firmamento tornarse gris y a varios relámpagos castigar con arbitrariedad todo aquel lugar- Llora…

…¡¡¡Lacrimosa!!!- bramó finalmente Alejandro. Varios relumbrones y luces variopintas salidas de sí mismo, de la tierra y el cielo, le inundaron bañándole y escondiéndole, en un arcoiris bellísimo sólo de tonalidades púrpuras. Cuando se desvanecieron dejaron divisar a un Alejandro portando una armadura violeta completísima que tan sólo le dejaba al descubierto sus facciones faciales con la herida reciente ya cicatrizada. No faltaba nada: tenía gola, hombreras, espaldar, codales, guanteletes, peto, quijotes, rodilleras, grebas, escarpes y casco. Todas estaban adornadas con los ornamentos más galanes y pulcros de los que podía estar dotado un armazón. De su cimera se desprendían varias y pequeñas espinas formando decoraciones admirables y dos grandes cuernos que apuntaban hacia atrás. Las piedras romboides que había utilizado para su transformación estaban perfectamente acopladas en los pectorales de la armadura.

-Alejandro, primer capitán, segundo al mando del Imperio Megsa- dijo con una voz tétrica.

Y Oscar lo notó puesto que lo pudo apreciar con claridad que en ese momento, el monje, estaba al borde de llanto.

* * *

El Mp3 comenzó a funcionar como por arte de magia (o de Amatista) pero fue cuando una canción sombría sonó en su tímpano (“Here comes the pain”) y retumbó en lo más hondo de sus turbaciones, además de otro guiño que Alejandro le hizo, siendo ese exacto segundo cuando supo que era el general el autor de dicho poder.

El monje se hallaba tirado en el piso, con sangre brotándole de la cabeza y del cuerpo: los retazos de su propia armadura le habían hecho cortes por todos lados. Había sido sólo un rayo el que casi le arrebata la vida a Onore.

-No te sorprendas. Nadie puede derrotar a un ser cíclico- dijo mientras agarraba a Onore del cuello y lo alzaba por encima del suelo. Le arrancó un brazo. Oscar no podía reaccionar, no podía moverse… estaba verdaderamente horrorizado.

-Bienvenido a tu propia naturaleza- le dijo al pistolero a la par que se reía histriónicamente. El argentino cayó de rodillas a tiempo que se le dislocaba la pierna derecha y volvía rápidamente a colocársela.

Se zambulló en el abismo de un recuerdo. El monje se puso de pie. Alejandro seguía riendo.

* * *

Oscar alzó una mano pero en unos segundos desistió y comenzó a inundar toda aquella estructura simbólica de unas lágrimas tan amargas como fútiles.

-No llores hombre- intentó con sarcasmo Amatista evitar aquella escena incómoda.

-No puedo contenerme… ¡esto me vuelve loco!- gritó inútilmente entre sollozos absurdos Oscar.

-¡Aprende!-.

Se dibujó una mueca de incertidumbre teñida de un color triste en el rostro del argentino. Miró exasperado y con muchas dudas al guerrero vetusto, alcanzando a musitar un débil: -¿Cómo?-.

-Asimila tu misión, tus ideales, tus objetivos y todo lo que eres para poder enfrentarte a tu eterna desgana. Sé uno con un ideal. No me refiero a un imposible, sino algo que se mueva por un deseo de mejorar, no de alcanzar algo que sabes que es imposible-.

-Estás tocando el concepto de “Yo Ideal”, y sabes que es peligroso…-.

-No, me refiero a llegar a la meta más alta de éste mundo…- fue interrumpido súbitamente por el terrícola – estás proyectando, quieres usarme como vehículo para concretar algo que ya no puedes… ¿verdad? ¿Qué? ¿Crees que soy un cachorro obediente sin sentimientos ni anhelos propios?- le espetó amenazante.

El veterano pareció helarse ante dichas palabras pero esta idea se desembarazó del argentino en el momento en que aquel extraño personaje sonrió- Digamos que sí-.

-Fantástico, ilumíname- dijo Oscar consintiéndole la mueca con un guiño.

El mundo, su mundo, parecía temblar. Pero no como si un seísmo se hubiera desatado, sino como si la realidad del sueño pareciera empezar a deformarse. Este estado confuso y agobiante comenzó a doblarse sobre sí mismo dándole la sensación al pistolero de sentirse aplastado. El resultado de dicha rareza dimensional onírica fue una sala oscura donde un único foco de luz indeterminado iluminaba una enorme mesa angosta y rectangular con diez cómodas sillas a su alrededor.

Junto a Oscar en la penumbra, sus deseos y sus más profundos temores.

* * *

En algún rincón insondable de su cabeza aisló una gota de destino y la guardó para sí mismo. ¿Quién tenía el derecho para juzgarle, para considerar su manera de ser perturbada y egoísta? Al fin y al cabo también ellos, a su manera, lo eran.

Miran las imperfecciones de los demás y los señalan con el dedo, pero al final, acaban llorando en lo más hondo de su vacío subjetivo sus congojas más raquíticas y débiles.

El mundo, la vida, era algo patético. La pretensión de devenir de los hombres se había elevado por encima de lo que realmente podían llegar alguna vez a ser…

…anorexia…

…ninfomanismo…

…estructuras perversas…

…dolor. Frustración. Agonía. Sumisión. Humillación. ¡Abrázame joder! ¡Protégeme! ¡Yo no soy suficiente para mí mismo!

Amatista le susurró algo indescifrable y le acarició la palma de su mano derecha. Un impulso de adrenalina desquiciado le recorrió el cuerpo, haciéndole cosquillas y acelerándole la vida, el momento, la finitud interminable.

Quiero vivir, quiero morir…

…¡me amodio!

Un grito aterrador hizo que las espinas dorsales del caballero púrpura y el monje malherido sintieran el escalofrío de un “puro real”. Era un grito histérico. Giraron sus cabezas y fijaron toda su atención en Oscar. Alejandro intentó hacer una mueca para emular una sonrisa irónica pero no pudo; quedó impresionado y absorto como su contrincante…

…una brizna de objetividad, de sinceridad total, estaba sulfurando en lo más profundo del alma del argentino.

¿¡Quién demonios eres tú para juzgar qué soy!? – gritó el porteño totalmente desquiciado. Alejandro apareció detrás de él con su alegría sádica totalmente renovada: -Soy… ¡tu peor pesadilla!- exclamó al tiempo que desenvainó su espada y trató de cortar en dos al pistolero.

…no podía ser…

…la velocidad a la que movía la tizona era inescrutable para Oscar…

…pero sin embargo éste había adivinado sus movimientos y sostenía el extremo de aquella filosa hoja. ¡Le debía de estar rebanando los músculos y ligamentos de su mano! ¡Loco! – ¡Suéltala! ¿¡Qué te pasa!? – le vociferaba el General Megsa sin poder apenas encubrir su espanto. La situación le daba pánico.

Oscar dirigió el acero de su rival a su propio ombligo. Con un tirón, arrancándole el mango de las manos, el argentino hizo que el filo de aquella espada entrara bruscamente dentro de sí. Alejandro no lo podía creer, no podría haberlo concebido nunca…

…o sí. Trató en un arrebato de quitarle el control de la espada a su antagonista suicida. Si llegaba a alcanzar la empuñadura podría seccionarle en dos por la cintura. Ya había pensado una frase que marcaría el remate de aquel quehacer: “termino lo que empezaste... por piedad”. Sentía el goce, sus dedos temblaban de placer…

…pero un rayo escarlata venido de la nada le golpeó fuertemente en la frente apartándole súbitamente de la gloria y le hizo experimentar en carne propia, por primera vez, el miedo.

Oscar metió la mano desgarrada en su bolsillo derecho mientras que con la sana arrancaba la tizona de su cuerpo. La gema que tantos problemas había causado brilló con un aura espléndida por encima del pistolero que no tardó en invocar todo el poder oculto en ella…

…-Despierta ¡Amatista!-…

…Alejandro cogió moviendo bruscamente su brazo izquierdo un objeto que junto con el polvo habían levantado un vuelo de reverencias ante la majestuosa fuerza milenaria que se estaba desatando…

…era su espada…

...se habían acabado las escaramuzas…


…comenzaba el choque definitivo.

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